Museo Chileno de Arte Precolombino

Narraciones Indígenas > Yámana > La historia del Chimango

Yo’okalía1 había llegado cierta vez a un campamento, donde encontró una hermosa muchacha que le gustó sobremanera, así es que se quedó allí, a pesar de que no era muy apreciado y tenía solamente muy pocos amigos entre aquella gente. Andando el tiempo se enamoró de aquella muchacha y a menudo iba a su choza para ofrecerle su amor, lo cual no hizo efecto alguno sobre ella. Sin embargo, y puesto que él regresaba una y otra vez a su choza, ella se dejo convencer, finalmente, y le prometió que sería su esposa. El Yo’okalía quedó muy contento con la noticia y ambos vivieron juntos de allí en más2. Pero, cuando cierta noche el hombre se acercó quedamente al lecho de ella, dando a entender su intención de cohabitar, la muchacha lo rechazó enérgicamente y, desde entonces, nada quiso saber de él. Esto le produjo un enorme disgusto, pues ahora se percató de que esa muchacha no deseaba ser su mujer. Inmediatamente, narró sus cuitas a la gente restante, pero todos se rieron de él, pues allí no tenía ningún amigo, ni nadie lo conocía muy de cerca. Cada vez que se le ofrecía alguna oportunidad, esa gente se mofaba de él y esto lo hacía incluso la muchacha de la que se había enamorado.

Los hombres salían frecuentemente del campamento, para dedicarse a la caza del guanaco, pero no llevaban consigo al Yo’okalía. Cada vez que abatían un guanaco, rellenaban con su sangre un intestino dado vuelta, haciendo así un embutido. Llevaban este embutido a la choza, pero para el Yo’okalía confeccionaban otro embutido, pues deseaban burlarse de él. Con un palillo puntiagudo hurgaban en sus propias narices, hasta que manaba sangre, la cual recogían en un trozo de intestino y elaboraban así un ket (tipo especial de embutido). Este embutido lo llevaban consigo y en la choza lo entregaban al Yo’okalía, que asaba este morcilla junto al fuego y luego la consumía. La restante gente veía esto y se divertía a escondidas. Más allá de esta morcilla, estos hombres no le daban de comer nada más al Yo’okalía , que, por eso adelgazaba y palidecía cada vez más. A pesar de que pedía más y otra cosa, la gente ni le daba algo más ni algo diferente.

El Yo’okalía  ya había quedado muy delgado y debilitado cuando, cierto día, los hombres regresaron otra vez de la caza y le trajeron, como siempre, aquella morcilla y, puesto que tenía mucha hambre, comió de ella. Los demás, entretanto, se reían a escondidas de él, pero dos buenas amigas que tenía en el campamento sintieron finalmente compasión por él y le dijeron: “Esto que aquí comes es un embutido de sangre humana, que esta gente ha hecho para ti ¡con la sangre de sus propias narices¡”  El hombre se enfureció entonces mucho, arrojó lejos de sí el trozo restante y no quiso comer nada más.

Puesto que la gente de allí lo había tratado tan mal, se decidió a abandonar ese campamento. El poseía flechas muy buenas y un arco hermoso. Sin que nadie lo viera, empujó estas armas un poco fuera de la choza, por debajo de las pieles de la cubierta y luego dijo a sus buenas amigas: “¡Pintadme bien, pues deseo regresar a la choza de mis padres! La gente aquí no me aprecia, pero tendrá su castigo; vosotras dos, en cambio, seréis recompensadas por haberme tratado bien”. Las dos amigas le aplicaron una pintura muy hermosa. Disimuladamente tomó luego sus armas, que ya había empujado fuera de la choza con anterioridad y, sin que nadie lo advirtiera, partió.

Dirigió su pasos hacia el lugar donde vivía su padre, pero tenía que pasar junto a la choza de una mujer malintencionada que, cuando el Yo’okalía  se acercó lo quiso matar. Pero el Yoalox3 menor, que anda por doquier, escondió al Yo’okalía y, así, éste se salvó; entonces prosiguió su viaje. En cada lugar donde pernoctaba encendía una enorme hoguera para calentarse, de este modo quedaron marcados todos los lugares por donde había pasado.

Cuando estuvo cerca de la choza de su padre, lo divisó su hermano menor, que justo estaba a la entrada, e inmediatamente informó a la gente en la choza: “Allá en la lejanía veo a un hombre; ¡éste es seguramente mi hermano!” A eso contestó la madre: “Aquel hombre en la lejanía no puede ser su hermano, pues hace mucho tiempo que no tengo noticias de él”. Aquél se acercaba de a poco, y caminaba con lentitud, pues ya estaba muy débil y cansado, pero cuando entró a la choza, su madre lo reconoció inmediatamente y se alegró sobremanera por su llegada. Puesto que estaba tan pálido y delgado, la madre le preguntó: “¿Cómo es que estás tan pálido y delgado?” El respondió así “Aquella gente allá me trató muy mal, incluso mi novia se burló de mí. Solamente me daban de comer embutidos hechos con sangre humana, y nada más, por eso adelgacé cada vez más y al fin me fui de allí”. Compasiva, la madre: le dijo: “¿Cómo fue eso?” Él le dijo entonces: “Dos buenas amigas me explicaron todo, ¡así que no quise comer nada más y me fui de allá”!.

El padre, que estaba sentado en su lecho y escuchó todo, se indignó mucho porque aquella gente había tratado tan mal a su hijo. Entonces se recostó y pronto se durmió. En sueños quería matar a una ballena y hacerla varar en la playa. Luego echaría a perder la carne de esa ballena, para que toda la gente que había tratado tan mal a su hijo fuera castigada. Pronto comenzó a soñar  y, en ese sueño, mató a una gran ballena. Más tarde hizo varar esta ballena exactamente en el lugar donde estaba el campamento de esa gente; en su sueño conocía a todas las personas que habían tratado mal a su hijo. Por último él mismo se trasladó al cuerpo de la ballena; es que quería observar cuáles eran las personas que se acercaban y cuáles eran los trozos que se asignarían a cada uno. Ahora por fin debían ser castigados todos aquellos que habían dado de comer a su hijo embutido de sangre humana.

A la mañana siguiente, un hombre de aquel campamento divisó en la playa a la gran ballena. Rápidamente llamó a toda la gente, que se presentó prestamente. Cada uno recibió un gran trozo de grasa,  todos comieron y se mostraron muy contentos. También la novia del Yo’okalía recibió su trozo y, asimismo, las dos buenas amigas recibieron cada una un pedazo de considerable tamaño; y todos estaban muy conformes. El anciano Yékamush- el padre de Yo’okalía-,  ubicado dentro de la ballena, veía perfectamente cuál era el pedazo de grasa asignado a cada uno. Después que toda la gente ya había comido mucha cantidad, el anciano transformó repentinamente los trozos de carne y grasa que cada uno había consumido; solamente quedaron exceptuados aquellos trozos que habían recibido las dos buenas amigas de Yo’okalía. Repentinamente, los pedazos de grasa comenzaron a moverse en el estómago de cada uno como si revivieran de nuevo y fueron atraídos (por una fuerza invisible) hacia el lugar donde estaba la ballena; al mismo tiempo arrastraban consigo a la novia del Yo’okalía y a toda la gente que le había dado de comer los embutidos de sangre humana. Cada uno de los trozos se colocó perfectamente en el lugar del que lo habían cortado, y la ballena recobró su antigua forma. Ahora estaba viva otra vez y nadó mar adentro con toda la gente que había quedado pegada a ella. Solamente se salvaron las dos buenas amigas de Yo’okalía.

Aun hoy día se ve pegada al lomo de la ballena toda esa gente. Así fue como el anciano Yékamush vengó a su hijo Yo’okalía, pues aquella gente le dado de comer embutidos hecho con sangre humana extraída de sus narices.

Lom, amor y venganza.
Mitos de los yámana de Tierra del Fuego.
Martín Gusinde, Anne Chapman.
Lom ediciones. 2006.