Museo Chileno de Arte Precolombino

Narraciones Indígenas > Selk’nam > De cómo Taiyin vino en ayuda de la gente

En los tiempos antiguos vivía una mujer muy poderosa, que se llamaba Táita. Habitaba en Laswáix. Tenía mucha influencia y dominaba sobre toda la región. Pero era de una gran bajeza de espíritu y profundamente egoísta. A nadie le daba para tomar un sorbo de agua. La gente carecía desde hacía tiempo de agua y estaba muy sedienta. Pero aquella odiosa mujer había tapado con pieles todos los estanques, pozos, lagunas y lagos. Nadie debía alcanzar el agua. Mucha gente ya se había acercado hasta aquí. Pero nadie podía alcanzar el agua, pues aquella mujer vigilaba atentamente. A quien se acercaba demasiado, lo ultimaba. Tenía un cuchillo muy grande, que era totalmente de piedra muy blanca. Nadie podía penetrar en su territorio. La gente ni siquiera podía recolectar moluscos y animales marinos en la playa.

Puesto que todo el pueblo ya carecía desde mucho tiempo atrás de agua y de alimento, casi nadie se podía mantener en pie. Los niños morían pronto y en gran número. Entonces se reunieron los ancianos. Querían reflexionar acerca de lo que podía hacerse bajo estas circunstancias. Entre ellos se encontraba K’aux, un anciano astuto e influyente. K’aux tenía un nieto, muy capaz y hábil. De él se acordó el viejo. De inmediato se decidió y propuso mandar a llamar  a ese nieto. Dijo: “¡Tenemos que ultimar a aquella mujer!… ¿Qué será de nosotros, si no lo hacemos? ¡Tenemos que ultimar a aquella mujer, de lo contrario todos nosotros sucumbiremos! ¡Ella no nos da agua para beber y el alimento es muy escaso!” Los demás lo escucharon y asintieron.

Inmediatamente, K’aux envió a un hombre joven para que hablara con Táiyin, su nieto, y le mandó decir: “¡Pronto, ven aquí!” Céura se preparó rápidamente para ir a buscar a Táiyin. Cuando hubo oscurecido, Céura partió. Podía avanzar sólo de noche, para que la malvada Táita no lo pudiera observar.

Cuando aquel hombre llegó a la tierra de Táiyin, le dijo a éste: “El K’aux te manda decir: ¡Ven pronto hasta donde él está!” Táiyin se preparó inmediatamente y se fue con el mensajero. Cuando ambos llegaron allá, la gente escondió al Táiyin; aquella mala mujer no debía darse cuenta de su presencia. Él era un hombre muy pequeño.

Ya se mantuvo despierto durante la primera noche. Reflexionó acerca de la mejor manera de ultimar a aquella poderosa mujer. Pasó toda la noche sin dormir en la choza de su abuelo, K’aux. Ambos reflexionaban constantemente. A la mañana, K’aux dijo a su nieto: “Todos nosotros pereceremos aquí a causa de la sed. ¡Tú nos debes ayudar!”

De un salto, Táiyin se levantó de su lecho. Cuando salió de la choza, vio a toda esa gente allí atormentada por la sed y el hambre. Cuando el pueblo lo vio, todos se pusieron muy contentos. Se susurraban unos a otros al oído: “¡Táiyin,  Táiyin, Táiyin!” Se le acercaron lo más posible, para verlo mejor. Pero todo eso lo hicieron con mucho cuidado, de lo contrario aquella mujer lo hubiera descubierto. Más tarde, K’aux dijo al Táiyin: “¡Ve tú solo para matar a Táita! ¡Yo no lo puedo ver!” Táiyin abandonó inmediatamente la choza de su abuelo. Fue a la de otro hombre, llamado Kámkai. Estos dos hombres reflexionaron juntos acerca de la manera de ultimar a aquella mala mujer. Luego se dirigieron con sumo cuidado hasta el sitio donde vivía Táita.

Táiyin manejaba con mucha precisión su honda. Tenía una gran fuerza: cuando arrojaba una piedra, ésta siempre golpeaba con  gran estruendo. Estos dos se habían acercado más y más. Y aquí se quedaron esperando. Pero aquella mala mujer no se hizo ver con suficiente claridad. Aquellos dos estaban bastante cerca y esperaban. Cuando Táita al fin asomó la cabeza de la choza, Táiyin arrojó una gran piedra contra ella. Ésta dio muy bien en el blanco: ¡Le arrancó la cabeza! ¡La sangre saltó y se espació por todas partes! Ahora, aquella pérfida mujer estaba muerta…

Rápidamente, toda la gente se acercó corriendo. Querían extraer agua, porque estaban muy sedientos. Pero todos los estanques, charcos y lagos contenían algo de sangre. La sangre de Táita había salpicado hacia todas partes. ¡Agua así no querían tomar!… ¿Pero cómo se podían limpiar todos los lagos y ríos y extraer de ellos toda la sangre? La gente miró a Táiyin, todos esperaban ayuda de él. Pero éste sacó el agua sucia y la arrojó lejos hacia el norte, allá donde ahora termina la Isla Grande. En aquel lugar el agua es, hasta el día de hoy, como la sangre.

K’aux había observado todo eso. Por eso, le dijo rápidamente al Táiyin: “¡Mi querido nieto, donde yo vivo no debes arrojar el agua sucia de aquí!” K’aux vivía en Náxasal. Táiyin dio cumplimiento a esta recomendación. Todavía hoy hay agua muy buena y pura en aquella comarca: pues hasta allí no había salpicado el agua sucia.

Táiyin dejó pronto de arrojar en todas las direcciones el agua sucia de este lugar. En cambio, tomó piedras. Con su honda las arrojó en todas las direcciones. Allí, donde estas piedras caían, se producía en la tierra una rajadura que se llenaba inmediatamente de agua. Táiyin no permitió a nadie que le dijera nada acerca de esto; ¡arrojaba las piedras hacia donde le venía la gana! Hacia el norte arrojó un gran bloque de piedra: de inmediato se formó una larga rajadura y la Isla Grande quedó separada de la tierra existente detrás (formación del Estrecho de Magallanes). Después arrojó una piedra hacia el sur y en seguida se formó el canal ancho (Canal de Beagle). Cuando arrojó otra piedra hacia el este, se separaron las islas de allí (Islas de Los Estados). Y las piedras que lanzaba hacia el oeste también separaban muchas islas. Sea cual fuere el lugar hacia el que Táiyin arrojaba una piedra, allí se desprendía un pedazo de tierra.

La patria de los Selk’nam ya había sido separada tanto de la tierra circundante, que había quedado reducida a una gran isla. Esto le pareció más que suficiente a K’aux, que observaba pensativo, y dijo a su nieto Táiyin: “¡Ahora basta! ¡No arrojes más piedras, de lo contrario perderemos todo!” Entonces Táiyin dejó de arrojar más piedras; pues la gente tenía ahora agua pura en abundancia.

Entonces Táiyin salpicó esta agua clara en todas direcciones. Donde caía, se formaban nuevas fuentes y lagunas, arroyos y lagos. Por eso hoy en día se encuentra agua en todas partes. Táiyin siempre toma el agua en primer lugar, en cualquier sitio. También debe comer primero de todas las cosas; sólo después es el turno de la restante gente. Aún en la actualidad es un gran hechicero. Después de él también bebieron los demás hombres y se adueñaron de todo lo que había en el agua. Se pusieron muy contentos y quedaron conformes.

Táiyin dio a su abuelo K’aux muchas instrucciones más. Éste debía realizar todo lo que aquel le encomendara, y ante todo repartir la tierra. Debía haber orden, para que la gente estuviese conforme, para que todos pudiesen vivir bien. Él dijo: “¡Abuelo, pon tú un buen orden! ¡Reparte toda la tierra, pues yo no regresaré aquí! ¡No me inmiscuiré más en los asuntos de la gente de aquí!” De inmediato, K’aux envió a algunos hombres. Estos debían cazar guanacos y traerlos. Todos comieron y se pusieron muy contentos. Agradecieron muy cordialmente a Táiyin. Después de esto, él volvió hacia el norte, pues allí estaba su patria.

Táiyin era un hombre muy inteligente. Llevaba una vida ordenada, era hábil para todos los trabajos y un excelente cazador. Pero también instruía a otros hombres en estos menesteres y los adiestraba. Cuando hubo ultimado a la mala mujer con su honda, le quitó a Táita sus flechas y su arco. Mostró estos objetos a aquella gente allí, pues ellos no habían conocido hasta entonces tales armas. Sin permiso de Táita nadie podía emprender algo o trabajar en algo. Nadie podía apresar un animal porque no poseía armas. Sólo ella iba de caza. De su botín entregaba a los demás sólo pedazos muy pequeños. Por eso la gente tenía solamente muy poco de comer, Táita misma repartía la carne. La gente también sufría mucha sed, porque ella solo les daba algunas gotas de agua. A veces encomendaba a K’aux, que era su pariente, la distribución de los pequeños pedacitos.

Ahora, Táiyin partió a su patria en el norte. No ha vuelto más hasta aquí. Desde aquel entonces nadie más ha visto un pájaro de este nombre en la Isla Grande. Pero desde que Táiyin mostró a la gente el arco y las flechas de Táita, los hombres han fabricado esas armas y han ido de caza con ellas. Están en uso hasta hoy.

K’aux se reunió con los demás hombres. Deliberaron entre ellos y dijeron: “Reflexionemos cómo hacer también tales armas”. Y pensaron en el asunto. Luego dijeron: “¡Que cada hombre haga por sí mismo tales armas!” De inmediato comenzaron con este trabajo, cada uno hizo para sí arco y flechas. Después, uno a uno fueron a cazar, tuvieron éxito y obtuvieron con esas armas guanacos.

Los Indios de Tierra del Fuego.
Tomo I Volumen II.
Los Selk’ nam.
Martín Gusinde.